Hay un momento en la vida de cualquier líder en el que el despacho —físico o virtual— se llena de voces. Ya no se trata de coordinar a dos o tres personas de confianza, sino de guiar a un grupo que crece, que gana diversidad y que se multiplica en miradas y talentos. Lo que antes era una conversación en una mesa pequeña se convierte en una mesa larga, con más sillas, más matices… y más oportunidades. Pero también con un reto evidente: ¿cómo se lidera un equipo cada vez más grande y, al mismo tiempo, más autónomo?
En un contexto en el que la complejidad del trabajo no deja de aumentar, y donde las estructuras horizontales se consolidan frente a los modelos jerárquicos, liderar no consiste en tener todas las respuestas, sino en cultivar un terreno fértil en el que otros puedan crecer. Y eso, más que una técnica, es un arte.
¿Qué voy a leer en este artículo?
El crecimiento de un equipo es siempre una señal de que algo funciona. Implica que el proyecto ha madurado lo suficiente como para necesitar más manos, más cabezas y más energía. Significa también que el liderazgo previo ha sido capaz de generar confianza y resultados. Es, en definitiva, un síntoma de vitalidad.
Sin embargo, ese mismo crecimiento conlleva una metamorfosis. El líder deja de estar en todas las conversaciones, de revisar cada detalle o de ser el punto de referencia inmediato para cada decisión. Lo que antes podía resolverse en un intercambio informal ahora requiere procesos, coordinación y, sobre todo, confianza en la autonomía del grupo.
Este tránsito no siempre es sencillo. Surgen dudas razonables: ¿cómo evitar que se diluya la cultura común? ¿cómo mantener la cohesión cuando hay más voces en la sala? ¿qué hacer para que la autonomía no se convierta en desconexión? Son preguntas inevitables, pero también oportunidades para repensar qué significa realmente liderar.
Una de las metáforas más sugerentes sobre el liderazgo proviene de la biología. El líder no es tanto un arquitecto que diseña y controla cada movimiento, sino un jardinero que prepara el terreno, riega y confía en que cada planta crezca a su manera.
En equipos más grandes, este rol se hace aún más necesario. El jardín se expande, las especies se diversifican y el trabajo del líder ya no es podar cada hoja, sino asegurar que el ecosistema esté equilibrado. Eso exige paciencia, visión y, sobre todo, un cambio de foco: del “hacer” al “hacer posible”.
De hecho, las investigaciones de McKinsey sobre organizaciones resilientes apuntan en esa dirección: los líderes que mejor gestionan la complejidad son aquellos que crean sistemas en los que las personas pueden tomar decisiones por sí mismas, dentro de un marco compartido de valores y objetivos. Dicho de otro modo, no se trata de soltar el timón, sino de multiplicar las manos que lo sostienen.
Los líderes que mejor gestionan la complejidad son aquellos que crean sistemas en los que las personas pueden tomar decisiones por sí mismas, dentro de un marco compartido de valores y objetivos
Uno de los grandes miedos cuando los equipos se hacen más autónomos es perder el control. Sin embargo, la autonomía no es ausencia de dirección, sino un pacto de corresponsabilidad. Significa que cada miembro entiende hacia dónde va el barco y puede tomar decisiones alineadas con ese rumbo.
La clave está en cómo se construye esa autonomía. Un equipo no se vuelve autónomo de un día para otro, ni por decreto. Se convierte en autónomo porque confía en que el líder estará ahí como referencia, no como sombra constante. Porque se siente parte de un proyecto compartido y porque sabe que tiene permiso para equivocarse, aprender y mejorar.
Un estudio reciente de Hua Jiang y Hongmei Shen (2020), publicado en Journal of Public Relations Research, muestra que la combinación de liderazgo auténtico y comunicación transparente favorece el compromiso de los empleados y evita la desconexión en equipos más autónomos. Los objetivos deben estar claros, las prioridades deben compartirse con todos, y la información ha de fluir para evitar que el equipo se fragmente en islas desconectadas.
La tentación de querer seguir al detalle todo lo que ocurre en un equipo grande puede ser devastadora. No solo para el líder, que corre el riesgo de colapsar, sino también para el propio equipo, que puede sentirse observado en exceso o limitado en su capacidad de iniciativa.
El paso hacia equipos autónomos implica aceptar que no todo pasará por las manos del líder. Y eso, lejos de ser una renuncia, puede ser una liberación. Permite concentrarse en lo que realmente importa: inspirar, marcar el rumbo, asegurar que la cultura se mantiene viva y acompañar en los momentos clave.
En palabras de Herminia Ibarra, profesora de liderazgo en London Business School, “el liderazgo efectivo no consiste en tener todas las respuestas, sino en saber hacer las preguntas adecuadas”. Es en ese terreno donde el líder encuentra su espacio más valioso: no en dar instrucciones constantes, sino en provocar reflexiones que orienten a otros a tomar sus propias decisiones.
Quizá uno de los mayores riesgos de liderar equipos grandes es que la identidad del grupo se diluya. Cuando éramos pocos, todo parecía más sencillo: las bromas compartidas, los rituales cotidianos, las decisiones rápidas. A medida que el equipo crece, es fácil caer en la burocracia o en la sensación de anonimato.
Por eso, otro de los papeles fundamentales del líder es cuidar de la cultura común. No se trata de imponer un único estilo, sino de recordar constantemente el “para qué” de lo que se hace. La misión, los valores y la visión se convierten en un pegamento invisible que mantiene unido al grupo, incluso cuando la distancia física o el tamaño podrían dispersarlo.
Aquí, los pequeños gestos importan tanto como las grandes declaraciones. Espacios de escucha, rituales compartidos, celebraciones de logros, reconocimiento explícito… Todo suma para que cada persona sienta que, aunque el equipo crezca, sigue teniendo un lugar propio en él.
La misión, los valores y la visión se convierten en un pegamento invisible que mantiene unido al grupo, incluso cuando la distancia física o el tamaño podrían dispersarlo
Las tendencias apuntan a que los equipos seguirán creciendo en complejidad. Con la digitalización y la diversidad generacional, los líderes del futuro serán menos jefes y más facilitadores. Personas capaces de inspirar, de conectar talentos, de garantizar que los valores comunes se mantengan y de aceptar que la autonomía es un motor, no una amenaza.
En este contexto, liderar deja de ser un rol solitario y se convierte en una práctica compartida. Cada miembro del equipo, en cierto modo, lidera su parcela. Y el arte del líder consiste en armonizar esas voces sin apagar ninguna.
Volvamos a la imagen inicial de la mesa larga. Cuando el equipo crece, la conversación es más rica, más compleja, más coral. No siempre será fácil. Habrá momentos de ruido, de dudas, de necesidad de reajuste. Pero también habrá más ideas, más perspectivas, más manos dispuestas a construir.
El arte de liderar equipos cada vez más grandes y autónomos no consiste en tenerlo todo bajo control, sino en aceptar que el verdadero liderazgo es el que multiplica: multiplica confianza, multiplica autonomía, multiplica posibilidades. Y, sobre todo, multiplica el crecimiento compartido.
Periodista formada en la Universidad Carlos III de Madrid, escribe sobre vida laboral y cultura organizacional. Le interesa cómo las palabras pueden inspirar conversaciones valientes, abrir nuevas formas de mirar y acompañar procesos de cambio dentro y fuera de las organizaciones.