Periodistas, políticas, mujeres en podcast y medios de comunicación, mujeres publicando libros, artículos, rodando películas, series… Afortunadamente, (aunque no en todos los países ni culturas por igual) cada vez son más las mujeres que ocupan un lugar en el discurso público, El camino hasta llegar a puestos de liderazgo ha sido largo. Hemos querido dibujar en este artículo una breve historia de cómo la voz de las mujeres comenzó a ser escuchada en los ambientes profesionales.

¿Qué voy a leer en este artículo?

 

El caso de la ignorada señorita Triggs

Esa es una sugerencia excelente, señorita Triggs. A lo mejor a alguno de sus compañeros aquí presentes le gustaría hacerla”. Este es el texto que acompaña a la famosa viñeta de la ilustradora Riana Duncan. En la imagen podemos ver una sala de reuniones donde una mujer, la mencionada señorita Triggs, está sentada con cuatro hombres trajeados alrededor de una gran mesa en la que podemos imaginar que es la sala de reuniones de una empresa.

Seguro que la situación le es familiar a más de una. Una mujer propone una idea y es ignorada. Al rato, uno de sus compañeros plantea lo mismo y es alabado por el resto. Es lo que se conoce como hepeating y describe la situación en la que un hombre se apropia de las ideas, opiniones o comentarios realizados por una mujer que han pasado desapercibidos, mientras que él recibe alabanzas y felicitaciones por expresar exactamente lo mismo.

Es cierto que las mujeres han conquistado muchos derechos en el ámbito laboral. Pero cuando hablamos de igualdad real, no solo vale con tener voto. Cuando hablamos de la relación entre mujeres y poder, tener voz es igualmente indispensable.

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El silencio de las mujeres en la antigüedad

La primera vez que se documentó cómo un hombre mandó callar a una mujer fue en la “Odisea”, de Homero, hace casi tres mil años. Este relato épico de las aventuras de Ulises incluye una escena en la que Telémaco, hijo del protagonista y Penélope, le dice a su madre: “Vete adentro de la casa y ocúpate de tus labores propias (…). El relato estará al cuidado de los hombres, y sobre todo al mío. Mío es, pues, el gobierno de la casa”.

Este es el primer ejemplo que nos expone Mary Beard en su libro “Mujeres y poder, un manifiesto”. Con él, nos ilustra cómo de antigua es esta costumbre de la cultura occidental de acallar las voces de las mujeres en la esfera pública. La autora trata de evidenciar la complicada relación que ha existido (y aún perdura) entre la voz de las mujeres y el espacio de los discursos y los debates.

A principios del siglo IV a.C., Aristófanes dedicó una comedia entera a la fantasía de que las mujeres pudiesen gobernar. La broma se basaba en la idea de que estas no podían hablar en público con propiedad, que no podían alcanzar el elevado lenguaje de la política masculina. En la mitología romana encontramos el caso de Ío, a quien Júpiter convirtió en vaca para que solo pudiese mugir y no hablar.

 

El discurso público y la oratoria definían la masculinidad como género, por lo que eran prácticas a las que las mujeres no podían tener acceso.

 

Del siglo I d.C. apenas tenemos ejemplos de mujeres que tuviesen voz en los foros públicos. Y los que nos llegan, son llamativos por la descripción que los acompaña. Una de ellas fue Mesia, quien se defendió a sí misma en los tribunales y “dado que tenía una auténtica naturaleza masculina tras su apariencia de mujer, fue apodada la andrógina”, escribe Beard. Otra fue Afrania, quien era tan “descarada” que, cuando intervenía, sus declaraciones eran descritas como “ladridos” o “gruñidos”.

Tal y como recoge el libro, en la época se llegaba a afirmar que: “una mujer debía guardarse modestamente de expresar su voz ante extraños del mismo modo que se guardaría de quitarse la ropa”. Dice la autora que el discurso público y la oratoria, auténticos hilos conductores y de influencia en el papel público de los personajes, definían la masculinidad como género, por lo que eran prácticas a las que las mujeres no podían tener acceso.

A lo largo de la historia, se repiten los sucesos donde la voz de las mujeres es silenciada. Quizás uno de los más reseñables sea el de Olympe de Gouges quien redactó en plena Revolución Francesa su famosa Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana. “Si la mujer puede subir al cadalso, también se le debería reconocer el derecho de poder subir a la Tribuna”, reclamaba de Gouges.

Cuando los jacobinos prohibieron las expresiones de disidencia, ella se negó a permanecer en silencio, arriesgando su vida. De hecho, las autoridades la arrestaron bajo cargos de sedición, y el tribunal revolucionario la condenó a muerte.

 

“Si la mujer puede subir al cadalso, también se le debería reconocer el derecho de poder subir a la Tribuna”

 

¿De qué pueden hablar las mujeres?

Si buscamos las contribuciones de las mujeres incluidas entre los mejores discursos de la historia, encontraremos que la mayoría -desde Emmeline Pankhurst hasta Hillary Clinton– tratan problemas o asuntos propios de las mujeres. Como si ellas pudiesen hablar exclusivamente en público solo para hablar de lo que les impacta como género o como víctimas.

Existe una resistencia a la intrusión femenina en el territorio de discursivo tradicionalmente masculino. Como ocurrió cuando la jugadora de fútbol Jacqui Oatlley abandonó el campo de juego para convertirse en la primera comentarista femenina del programa Match of the day.

Steve Curry, un periodista del ‘Daily Mail’, que declaró que «una mujer comentando el fútbol es algo aborrecible, es un insulto; la excitada voz de Oatley suena como una sirena de bomberos».

Beard apunta que estos prejuicios están profundamente arraigados en nosotros. No en nuestros cerebros sino en nuestra cultura, en nuestro lenguaje y en los milenios de nuestra historia.

 

¿Qué prejuicios o procesos hacen que no se escuche a las mujeres?

El asunto de la voz no es baladí. La ex primera ministra británica Margaret Thatcher contrató a un entrenador de voz para transformar su voz y conseguir un tono más autoritario. Joey Cheng, profesora de Psicología e investigadora en la Universidad de Illinois (EEUU), probó en una investigación desarrollada en 2016 que las personas que hablaban en un tono de voz más grave eran consideradas más capaces y dominantes, con mayor influencia sobre los demás.

La experta en comunicación empresarial Teresa Baró detalla en el libro “Imparables” las claves para que las mujeres ganen visibilidad y sean escuchadas en sus entornos laborales, empezando por las reuniones de trabajo. “Nuestro hablar discreto, el que adoptamos para no molestar, ser educadas y agradables, modestas y empáticas tiene la frustrante recompensa de ver cómo nos ignoran, cómo nos arrebatan el turno de palabra o cómo enmascaran con voces más potentes nuestras ideas para después pronunciarlas como propias”, expone Baró en las páginas de su libro.

El objetivo no es que las mujeres actúen como lo hacen los hombres. Tampoco debemos caer en afirmaciones del tipo “después de todo, los hombres y las mujeres hablamos lenguas diferentes”. Porque si lo hacen es porque se les ha enseñado a comunicarse diferente.

Si queremos avanzar de verdad en la cuestión de la señorita Triggs, necesitamos sensibilizarnos sobre lo que entendemos por voz de autoridad y cómo hemos llegado a creerla. Nuestro modelo mental de persona poderosa sigue siendo irrevocablemente masculino. “Si no percibimos que las mujeres están totalmente dentro de las estructuras de poder, entonces lo que tenemos que redefinir es el poder, no a las mujeres”, escribe Beard. Si no escuchamos la voz de las mujeres, nos estamos perdiendo la mitad de la historia.

 

Fuentes:

  • https://www.casadellibro.com/libro-mujeres-y-poder-un-manifiesto/9788417067656/6178423