- Émile Durkheim: «La verdadera cohesión social no radica en la uniformidad de perfiles, sino, en la colaboración estrecha y efectiva entre individuos»
- Según Robert Putnam, existen dos tipos de relaciones entre las personas: el «capital vínculo» y el «capital puente».
- Integrar el sentido del «nosotros» en la cultura corporativa supone un valor diferencial y una poderosa ventaja competitiva.
«Si quieres ir rápido ve solo, pero si quieres llegar lejos ve acompañado» dice el proverbio africano. Es un principio que se aplica constantemente en la naturaleza. Los organismos vivos más avanzados no funcionan aisladamente, sino que lo hacen en comunidad. En el arraigo al grupo es, de hecho, donde reside gran parte de su fuerza. Los lobos, los elefantes y muchos grandes mamíferos se organizan en manadas perfectamente cohesionadas, en las que hay jerarquías definidas, reparto de tareas y un profundo sentido de pertenencia al grupo en el que la persecución del bien común actúa como el motor que garantiza la seguridad del colectivo y la supervivencia de sus miembros. En algunas sociedades de insectos, como las hormigas o las abejas, los miembros de la colonia están tan íntimamente ligados entre sí que prácticamente pierden su individualidad y llegan, de facto, a funcionar, pensar y actuar colectivamente, como si fueran los órganos y miembros de un único cuerpo diseminado en pequeñas unidades independientes pero interconectadas.
Ese poder del sentido de pertenencia como fuerza emocional que permite la consecución de asombrosas metas compartidas es una de las grandes enseñanzas que la biomímesis deja a las teóricamente desarrolladas sociedades humanas. Algo que resulta especialmente difícil de alcanzar en una cultura popular y de consumo que lleva años potenciando la individualidad por encima de los intereses del grupo.
¿Qué voy a leer en este artículo?
El poder del «nosotros»
Desde disciplinas como la sociología o la biología, diferentes estudios confirman el poder del «nosotros» frente al «yo». Un pionero en este sentido fue el sociólogo francés Émile Durkheim (1858-1917), profesor de las Universidades de Burdeos y la Sorbona. Durkheim situaba en el centro de su sistema de pensamiento al individuo en sociedad, y sostenía que la educación debía orientarse a conseguir la socialización sistemática y progresiva de las nuevas generaciones. Su teoría de la solidaridad orgánica explora el valor de la interdependencia entre individuos con funciones diferentes, y defiende que, la verdadera cohesión social no radica en la uniformidad de perfiles, sino, por el contrario, en la colaboración estrecha y efectiva entre individuos con distintos orígenes, conocimientos y especialidades.
El sociólogo y politólogo norteamericano Robert Putnam, desarrolló a mediados de los años 90 del siglo pasado su teoría del capital social, que tuvo un notable impacto en su país. Según esta visión, existen dos tipos de relaciones entre las personas. Por un lado, están las relaciones vinculantes o «capital vínculo», que es aquel que se establece con personas cercanas, como amigos y familiares, y con las que se comparten numerosos rasgos en común. El «capital puente», por su parte, amplía el alcance de esas relaciones a conocidos, vecinos, colegas de trabajo, redes profesionales y, en general, a personas con las que se tienen menos cosas en común. Para Putnam uno y otro tipo de capital social se retroalimentan mutuamente, de manera que aquellas comunidades o equipos de trabajo que desarrollan ambas dimensiones demuestran mayor poder de cooperación, son más proclives a compartir conocimientos y se apoyan mejor en los momentos de dificultad. Esta dinámica favorece un ambiente de confianza, mejora la comunicación y reduce las tensiones y los niveles de estrés.
La verdadera cohesión social no radica en la uniformidad de perfiles, sino, por el contrario, en la colaboración estrecha y efectiva entre individuos con distintos orígenes, conocimientos y especialidades.
Sentirse parte del grupo
Otra línea de pensamiento que incide en las ventajas del enfoque colectivo es el sentido de comunidad de McMillan y Chavis. Estos autores exploran los mecanismos de uno de los grandes motores motivacionales del ser humano desde el principio de los tiempos: el deseo/necesidad de sentirse aceptado por el grupo. Según ellos, deben darse una serie de condiciones para que un individuo se sienta parte integrante de un colectivo. En primer lugar, debe identificarse con el grupo y verse aceptado por el resto de sus miembros. También necesita percibir que su voz es escuchada y su opinión valorada y requerida. En una siguiente fase, ha de comprobar que el grupo le facilita alcanzar tanto sus metas individuales como colectivas. Finalmente, un nivel más profundo hace referencia a la historia en común y las experiencias compartidas como ese hilo invisible que genera sólidos vínculos y un fuerte compromiso con la organización y con cada uno de sus integrantes.
De la música al mundo empresarial
La música es uno de los ecosistemas en los que con mayor elocuencia se manifiesta el poder de lo colectivo. Se ha demostrado científicamente que los músicos de un grupo o de una orquesta conectan a un nivel profundo entre sí, tanto desde el punto de vista neuronal como emocional, cuando tocan juntos. Lo hacen gracias a un fenómeno biológico denominado resonancia límbica, por medio del cual dos o más personas en interacción liberan dopamina y pueden llegar a sintonizar sus mentes como si se tratara de dos dispositivos electrónicos enlazados a través de una conexión Bluetooth.

Lograr ese nivel de identificación con un proyecto no es algo que surja espontáneamente, se necesita una cultura organizativa que fomente el respeto y la colaboración.
El ámbito empresarial es un entorno propicio para desarrollar estos vínculos colectivos y, de hecho, integrar ese sentido del «nosotros» en la cultura corporativa supone un valor diferencial y una poderosa ventaja competitiva para aquellas empresas que lo logran. Esa sintonía colectiva recorre transversalmente el organigrama como una suerte de pegamento que favorece los resultados individuales y multiplica los generales, además de mejorar el compromiso, la innovación y la resiliencia empresarial, disminuir la rotación e incrementar la capacidad de atracción de talento a la compañía.
Pero lograr ese nivel de identificación con el proyecto no es algo que surja espontáneamente. Se necesita una cultura organizativa que fomente el respeto y la colaboración, un liderazgo inspirador, un buen clima laboral en el que cada persona encuentre su espacio para crecer y hacer su contribución de impacto positivo y un sentido del propósito claro, visible y demostrable mediante acciones. Y, sobre todo, se necesita una empresa de la quesus trabajadores motivos para sentirse orgullosos del lugar en el que trabajan.