En la década de 1920, el presidente Calvin Coolidge tenía una forma poco convencional de aliviar el estrés: montaba un caballo mecánico instalado en la Casa Blanca. Esta peculiar afición, que podría parecer anecdótica, revela algo esencial sobre la relación entre ocio y bienestar: a veces, desconectar del trabajo implica encontrar formas inesperadas de volver a conectar con uno mismo. Bill Clinton, por su parte, era (y sigue siendo) un entusiasta de los crucigramas, un ejercicio mental que entrena la memoria, el vocabulario y la concentración.

Lejos de ser meras aficiones, estos hobbies presidenciales nos recuerdan que el tiempo fuera del trabajo puede ser mucho más que descanso: puede ser una fuente de desarrollo personal y profesional. Porque algunas de las habilidades más valiosas en el entorno laboral se cultivan, paradójicamente, fuera de él.

¿Qué voy a leer en este artículo?

 

Actividades que nos restauran (y nos preparan para rendir mejor)

Y es que, cuando hablamos de bienestar laboral, solemos pensar en lo que ocurre dentro del trabajo: mejores condiciones, equilibrio entre vida personal y profesional, liderazgos inspiradores. Pero hay otra cara menos visible y profundamente influyente: las actividades que cultivamos fuera del entorno laboral. Son aquellas que nos restauran, nos nutren y, sin que lo busquemos de forma directa, desarrollan capacidades que usamos cada día en nuestro desempeño profesional.

Aquí es donde cobra especial relevancia el concepto de “atención restaurativa”, desarrollado por los psicólogos Rachel y Stephen Kaplan. Según su teoría, ciertos entornos o actividades tienen la capacidad de renovar nuestra atención mental sin exigir esfuerzo cognitivo. Un paseo por la naturaleza, el cuidado de plantas o incluso tareas que implican una concentración tranquila pueden ayudarnos a recuperar el foco, reducir el estrés y mejorar nuestra disposición para afrontar retos laborales.

 

Del descanso activo a la mejora cognitiva

Muchas aficiones que nos ayudan a relajarnos también nos ayudan a desarrollar habilidades. El mindfulness, por ejemplo, nos enseña a estar presentes, a reducir el ruido mental y a tomar decisiones desde la calma. Bastan unos minutos al día para notar sus efectos en la atención, la claridad mental y la capacidad de respuesta emocional ante el estrés.

El journaling -una práctica que consiste en escribir sobre nuestras ideas, emociones o planes- nos ayuda a ordenar el pensamiento, detectar patrones y ganar perspectiva. Esta habilidad de metacognición es clave para liderar, planificar y gestionar conflictos en el entorno laboral

 

jugar a ping pong

Hacer con las manos para pensar mejor

Las actividades manuales también desempeñan un papel importante en nuestro equilibrio. La cerámica, el bordado, la carpintería o incluso el bricolaje nos conectan con una forma de producir tangible, pausada y atenta. Nos entrenan en paciencia, en precisión y en el valor de los procesos. Al dedicarnos a algo que requiere concentración sostenida sin presión de resultados inmediatos, mejoramos nuestra tolerancia a la frustración y nuestra capacidad de concentración prolongada, dos cualidades muy valiosas en entornos laborales complejos.

Jugar para decidir mejor

Los juegos de estrategia, como el ajedrez, el Go o incluso los videojuegos de simulación, son gimnasios mentales. Nos enseñan a pensar en escenarios posibles, anticipar consecuencias, adaptarnos y tomar decisiones bajo presión. Estas competencias tienen una aplicación directa en la gestión de proyectos, la planificación o la resolución de problemas en equipo.

El arte de liberar el pensamiento

Tocar un instrumento, bailar, pintar o cocinar sin receta no solo son vías de expresión: también son ejercicios de creatividad y flexibilidad mental. En estos espacios, el error no penaliza: se convierte en parte del proceso. Esto fomenta una actitud abierta, exploratoria y valiente que resulta especialmente valiosa en entornos de innovación o cambio constante.

Aficiones como espacios de ensayo vital

Lo que todas estas actividades tienen en común no es el qué, sino el cómo: son espacios donde nos permitimos aprender sin urgencia, equivocarnos sin miedo y disfrutar sin expectativas. Y, en ese contexto, florecen habilidades que luego llevamos al trabajo sin haberlas entrenado de forma consciente.

Porque, como nos recordaba aquel caballo mecánico de Calvin Coolidge o los crucigramas de Bill Clinton, no hay una única forma de potenciar lo mejor de uno mismo. Las aficiones no son un lujo ni una vía de escape: son un espacio propio, donde seguimos cultivando lo que somos más allá del trabajo… y también dentro de él. Porque en lo que disfrutamos fuera, a menudo fortalecemos habilidades, actitudes y enfoques que enriquecen nuestra vida profesional. Un lugar donde, sin darnos cuenta, aprendemos a estar mejor. Para trabajar mejor, y para vivir mejor.

 

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