Una de las tendencias empresariales de los últimos años y que no deja de cobrar fuerza es la incorporación de máximos responsables del área de innovación o de innovación tecnológica. De esta manera, las compañías pueden adaptarse a los cambios del mercado ofreciendo a sus clientes nuevos productos y servicios de alto valor añadido.

Sin embargo, la apuesta por la innovación no recae exclusivamente en los cambios e incorporaciones que se puedan realizar en los organigramas de las compañías. En realidad, implica a equipos más amplios, cuando no a todo el capital humano de una organización. De ahí que una de las competencias emergentes que más se valoran en los candidatos que participan en un proceso de captación de talento sea precisamente tener design thinking, una filosofía y método de trabajo susceptible de ponerse en práctica de manera globlal en la empresa.

El término de design thinking fue acuñado, en el mundo del diseño, en los años 60 del siglo pasado, pero fue popularizado dos décadas después por Rolf Faste, un profesor de la Universidad de Stanford. Este último lo definió como “un método formal para la resolución práctica y creativa de problemas o cuestiones, con la intención de lograr un mejor resultado futuro”. En resumen: para innovar, la acción tiene mucho más valor que el pensamiento.

Siguiendo la estela de Faste, otro profesor de Stanford, Tim Brown, se ha convertido durante la última década en uno de los máximos defensores del design thinking, convencido de que más allá de la mejora estética o ergonómica de objetos de consumo, la mentalidad de diseño sirve para solucionar grandes problemas mediante la creación de productos o servicios.

En el design thinking todo el proceso gira en torno a la persona. “La necesidad humana es el punto de partida”, apunta en este sentido Brown. Pero esta mentalidad orientada a la innovación tiene otros grandes principios o premisas: la observación y el análisis profundo de la sociedad; un pensamiento integrador que tenga en cuenta que cualquier opinión es valiosa; trabajo transversal entre equipos multidisciplinares con distintos tipos de vista; comunicar cada visión del problema de manera significativa e impactante; ser consciente de los métodos que se utilizan en cada fase del proceso; y, desde el punto de vista más empresarial, la necesidad de lograr que al final se equilibre lo que desea el cliente con la viabilidad técnica y la rentabilidad económica.

Hay varios métodos para aplicar el design thinking, sin embargo, el desarrollado por Rolf Faste sigue siendo tan útil y valioso como el primer día. El profesor de Stanford dividió el proceso en cinco pasos:

1. Empatía: Hay que ser capaz de ver el mundo con los ojos del cliente.

2. Definir: En esta fase hay que identificar el problema a resolver.

3. Idear: En el momento del brainstorming toda idea innovadora es aceptable, por descabellada que pueda parecer en un principio.

4. Prototipar: Tras elegir la idea más innovadora y evaluar su compatibilidad con la viabilidad técnica y la rentabilidad económica, hay que implementar el producto o servicio para lanzarlo al mercado.

5. Testar: En este último paso se trata de tener en cuenta las valoraciones del cliente final, a fin de realizar mejoras.

Fuentes: Universidad de Stanford, Forbes, Youtube e Innovation Factory Institute

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