Cada vez más mujeres logran conquistar espacios de liderazgo en la alta dirección de las organizaciones armadas con una preparación académica y profesional incuestionable. No obstante, a veces enfrentan un desafío menos visible pero profundamente arraigado: el síndrome de la impostora. Esa constante sensación de no estar a la altura, de dudar de los propios méritos y atribuir los logros a la suerte o a circunstancias externas. Un enemigo silencioso que puede frenar carreras y minar la confianza personal.
Paradójicamente, mientras acumulan títulos, certificaciones y experiencia en un intento de validar su lugar en entornos aún dominados por estructuras masculinizadas, el freno no radica en su falta de preparación, sino en las barreras sociales y culturales que refuerzan estas inseguridades. Entornos que, muchas veces, carecen de referentes femeninos en los que mirarse, imponen estándares desiguales y proyectan expectativas que pesan como una losa.
Entender el impacto de estas dinámicas no solo es crucial para quienes lo padecen, sino para las empresas y la sociedad en su conjunto. Reflexionemos sobre las implicacionesde este fenómeno y exploremos cómo podemos trabajar—de manera individual y colectiva—para abrir paso a culturas laborales más inclusivas y libres de prejuicios.
¿Qué voy a leer en este artículo?
- El síndrome del impostor: un enemigo silencioso
- Más títulos, menos confianza
- Factores que alimentan el síndrome del impostor
El síndrome del impostor: un enemigo silencioso
El síndrome del impostor, un fenómeno psicológico acuñado por las investigadoras Pauline Clance y Suzanne Imes en los años 70, se caracteriza por una profunda sensación de fraude y una incapacidad para internalizar los propios logros. A pesar de las evidencias de su competencia, muchas mujeres se cuestionan constantemente si realmente “merecen” estar donde están.
Según un estudio global de KPMG, el 75 % de las mujeres en posiciones de liderazgo han experimentado este síndrome en algún punto de sus carreras. Esto se traduce en pensamientos recurrentes como “no soy suficientemente buena”, temores a ser “descubiertas” como incompetentes o la tendencia de atribuir sus éxitos a factores externos como la suerte. Este cúmulo de inseguridades no solo socava la confianza personal, sino que también genera un impacto directo en el desarrollo profesional y en la toma de decisiones.
“El 75 % de las mujeres en posiciones de liderazgo han experimentado el síndrome de la impostora en algún punto de sus carreras”.
Una encuesta de la American Psychological Association reveló que las mujeres suelen subestimar sus capacidades, incluso cuando sus resultados igualan o superan los de sus colegas masculinos. No es difícil imaginar cómo esto puede limitar su participación en proyectos estratégicos, elevar sus niveles de estrés y, peor aún, llevarlas a rechazar oportunidades significativas.
Nuria Chinchilla, profesora de Dirección de Personas en las Organizaciones en IESE y titular de la cátedra Carmina Roca y Rafael Pich-Aguilera de Mujer y Liderazgo, diferencia entre techo de cristal y techo de cemento, que es el que nos autoimponemos nosotras, y es más difícil de romper que el otro.
Más títulos, menos confianza: el dilema de las mujeres líderes
Análisis recientes muestran que las mujeres en roles de liderazgo suelen tener titulaciones más altas, múltiples certificaciones y una vasta experiencia que las respalda. Pero, a pesar de esto, persiste una paradoja inquietante: la acumulación de credenciales no siempre se traduce en una mayor confianza o autoafirmación en el ámbito laboral. “La ganancia de cualificación de las mujeres ha sido enorme, y todavía está poco estudiada”, afirmaban Rosa Santero, profesora e investigadora de la Universidad Rey Juan Carlos, y Maribel Martínez, directora y fundadora de Abay Analistas, para El País.
Tanto es así que ambas, colaboradoras habituales, utilizan la sobrecualificación como indicador para medir cómo de hostil es un sector para el talento femenino.
Frente a un entorno que cuestiona su legitimidad, muchas mujeres sienten la presión de compensar con más títulos y logros tangibles. Sin embargo, esta sobrecarga de méritos no resuelve el problema de raíz.
Esta estrategia, aunque comprensible, puede agotar mental y emocionalmente a las mujeres, lo que desvía su atención de lo que realmente importa. En lugar de enfocarse en reafirmar su autoconfianza o en desarrollar habilidades directamente relacionadas con sus metas profesionales, se embarcan en una búsqueda interminable de validación externa.
“Frente a un entorno que cuestiona su legitimidad, muchas mujeres sienten la presión de compensar con más títulos y logros tangibles.”
Factores sociales y culturales que alimentan el síndrome del impostor
El síndrome del impostor en el trabajo, aunque personal en su manifestación, encuentra en el entorno social y cultural un terreno fértil para crecer. Para las mujeres en la alta dirección, estos factores actúan como un marco invisible pero persistente que refuerza las inseguridades y dudas internas. La presión social y la falta de referentes femeninos son dos de los elementos más destacados que perpetúan este fenómeno.
Históricamente, los modelos de éxito en el liderazgo han estado marcados por características asociadas con lo masculino. En consecuencia, las mujeres en posiciones de poder se enfrentan a una dualidad casi imposible de equilibrar: ajustarse a estas expectativas tradicionales o enfrentar críticas por no ser lo “suficientemente femeninas”.
Esta narrativa, profundamente enraizada en nuestras culturas, fuerza a muchas ejecutivas a navegar en un espacio que constantemente cuestiona su pertenencia. La falta de referentes femeninos visibles en altos cargos, entonces, no solo perpetúa estereotipos, sino que refuerza la idea de que los éxitos de las mujeres son casos aislados y, en ocasiones, excepcionales.
Es lo que Santero y Martínez denominan “brecha de participación”. Según revelan, se necesita una masa crítica de al menos el 30 % de mujeres para garantizar avances en la paridad; entre el 30 % y el 15 %, dicha paridad peligra; con menos del 15%, se vuelve prácticamente imposible.
En estas estructuras, todavía predominan normas no escritas, códigos y redes informales que suelen excluir a las mujeres. Esto genera un sentimiento de aislamiento y la percepción de que el propio éxito depende únicamente de su capacidad para “demostrar” constantemente su valor. El esfuerzo adicional que muchas mujeres invierten en “encajar” o superar estas barreras invisibles puede aumentar el agotamiento y, a la vez, intensificar la sensación de impostura.
La reflexión colectiva es crucial. ¿Qué más podemos hacer —como individuos y como organizaciones— para garantizar que ningún talento se pierda en el ruido de autoexigencias y prejuicios? Un entorno laboral más equitativo no solo beneficia a quienes luchan con el síndrome, sino que enriquece a las organizaciones al abrir paso a líderes auténticos y diversos, capaces de influir y transformar desde una posición de confianza y legitimidad. Ese, sin duda, es el camino hacia un futuro más justo y próspero.