La rapidez y la eficiencia son dos rasgos de la modernidad que van sumamente ligados. Hacer las cosas tan bien como se pueda, cada vez de forma más rápida. Así nace el progreso. Los padres de la sociología. Que no son más que acérrimos observadores de su realidad. Ven con sus propios ojos cómo un mundo se desvanece y otro nace con la revolución industrial. Examinan la reconfiguración de dos mundos que antes eran uno: el trabajo y la familia[1]. Entre muchos elementos presentes de este nuevo mundo, hay uno primordial: la fábrica. Con ella, una nueva temporalización de la sociedad. Si antes el inicio y final de la jornada la marcaba el sol, ahora la guía el reloj.

 

Una nueva forma de medir el tiempo, la relojización de la sociedad

Esta relojización de la sociedad ha conllevado innombrables beneficios. Pero también importantes riesgos que siguen presentes. Uno de ellos ha sido pasar de la velocidad como axioma de un nuevo mundo a la sobreaceleración. La sobreaceleración va asociada a la distracción, al anonimato, y a la falta de reflexión[2]. Hasta el turista va con prisas, señala el sociólogo polaco Zygmunt Bauman. Y esta sobreaceleración nos ha llevado a vivir en una paradoja: el tiempo sin tiempo, o como lo llama Gustavo Duch, o el hambre de tiempotime famine[3]. Veamos qué conlleva esta idea.

 

La paradoja del tiempo sin tiempo

El hambre de tiempo, o el tiempo sin tiempo, es una percepción subjetiva a partir de una situación objetiva donde la persona siente que no tiene suficiente tiempo de cumplir con todas sus exigencias, responsabilidad y demandas laborales, familiares y personales. Este “no tengo tiempo” tan presente en sociedades postindustriales, al menos hasta la irrupción del Covid-19, ha sido a veces menospreciado como tema menor, tema light. Sin embargo, los expertos avisan desde hace ya mucho que este tema light, menor e invisible, tiene implicaciones hard, mayores y visibles a nivel de salud, productividad y calidad de relaciones, que son las que en definitiva marcan la calidad de una sociedad.

Esta situación se ha agudizado con las nuevas dinámicas familiares de las últimas décadas, donde se ha pasado de un modelo donde un solo progenitor trabajaba de forma remunerada y el otro progenitor cuidaba breadwinner model-, a un modelo donde imperan las parejas de doble ingreso y que exige una nueva dinámica organizativa que aún está en transición y que refuerza esta percepción de falta de tiempo constante.

Una de las iniciativas más notables impulsada tanto por gobiernos como organizaciones para solucionar esta percepción constante de falta de tiempo ha sido ofrecer políticas de flexibilidad. La intención última con las políticas de flexibilidad es confiar en el buen criterio de cada persona. Y ofrecer la autonomía suficiente para que cada uno pueda gestionar mejor. Tanto sus demandas laborales, como familiares y personales.

 

Crisis del coronavirus: políticas de flexibilidad y legitimidad para acogerse a ellas

A pesar de la democratización de las políticas de flexibilidad en muchas organizaciones, investigadores sociales destacan un bajo uso de tales políticas. Hay muchas razones que explican este bajo uso –underutilization- de las políticas de flexibilidad que las propias organizaciones ofrecen, las iremos desgranando en posteriores artículos. Pero algunas de ellas (las que los empleados más mencionan) son la falta de legitimidad, la falta de comunicación, las normas culturales y sociales, y el flexibilibity stigma, que no es más que la percepción de posibles consecuencias negativas en la trayectoria profesional asociadas al uso de la flexibilidad, expresadas tanto por mujeres como hombres.

Sin embargo, la crisis del Covid-19 puede transformar toda la situación hasta hoy presente. La irrupción del nuevo coronavirus, dejando por un momento a un lado todas sus amargas consecuencias, puede ser también un nuevo punto de partida para repensar una nueva mirada al trabajo. Lo hemos observado con el teletrabajo. En sólo días ha pasado de ser una herramienta con poca difusión a convertirse en una medida, que aunque con un carácter forzado y sus posibles consecuencias negativas que merecen ser examinadas con detalle, ha salvado muchos trabajos[4].

El sociólogo Pierre Bourdieu publicó un perspicaz, agudo y penetrativo análisis de la obra del pintor francés Édouard Manet. En él nos invitaba a los lectores a reflexionar sobre qué es una revolución simbólica y dónde radica su importancia. Las revoluciones simbólicas son aquellas que establecen nuevas estructuras cognitivas, nuevas maneras de percibir, ver y leer la realidad. Quizá, sin saberlo, estamos en mitad de una de ellas. Que entre todos sepamos aprovechar esta situación tan crítica. Para dibujar una nueva mirada al trabajo, el cómo cuidamos, y en definitiva, en cómo vivimos.

 

Fuentes:

[1] En castellano encontramos un delicadísimo libro escrito por Ana Isabel Erdozáin sobre la vida y sociología del Néstor de la sociología alemana: Ferdinand Tönnies, autor de Comunidad y Sociedad.

[2] Para más información, leer el libro de Lluís Duch Vida cotidiana y velocidad.

[3] Término acuñando por la profesora de Harvard Business School, Leslie Perlow.

[4] Dos son las características que deben tener las medidas de flexibilidad, ofrecer autonomía. Y ofrecer el espacio necesario para el cumplimento de los objetivos asignados. En la situación actual, ambas características quedan enturbiadas.

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